jueves, 29 de septiembre de 2011

Roja roja rica

Sandía, de Natasha Z.

Una mosca

Mosca, de Baltazar B.

Naranja naranja

Una naranja, de Violeta M.


lunes, 12 de septiembre de 2011

Mi camino lector: El Infierno


Entonces el Infierno era eso: imágenes sobre papel ilustración en un enorme libro en italiano. Adriana Blassoni entraba con ese libro a la clase –la oficina oscura con piso de madera de la Asociación Italiana- y para mí era una ceremonia mágica. Leíamos a Dante, los versos endecasílabos y las notas al pie, una por una. Me gustaría volver a ver ese libro, saber la editorial, tocarlo.
Yo tenía once o doce años y seguía el curso de lengua italiana para adultos, no había grupo de mi edad. Me sentaba atrás y hablaba poco. Las clases eran los sábados a la tarde, dos horas.
Leíamos el Infierno. Mucho tiempo pensé por qué Adriana nos hacía leer el Infierno y no el Paraíso. Yo esperaba el momento en que leyéramos el Paraíso. Recuerdo mi expectativa, quién sabe qué bellos relatos, qué descubrimientos imaginaba. Sabía que allí Dante volvería a encontrarse con Beatrice y pensaba que al fin podrían amarse libres. Pero nunca leímos el Paraíso en esas clases. Tampoco recuerdo si alguna vez Adriana llevó ese tomo, si vi las imágenes de la salvación.
Leíamos el Infierno, todavía son en mi memoria las láminas de página completa, a pleno color, lujosas, terribles. Aquello que en catecismo había sido un concepto más bien general, aquí era un detallado catálogo de pecados y sus correspondientes castigos.
Había pecados que no entendía, los más abstractos, la traición, por ejemplo, el orgullo, la avaricia. Hasta entonces no había pensado en tantas cosas, el bien y el mal eran simples y fáciles.
Aprendí de memoria las palabras escritas con letras negras sobre la puerta del infierno:
Per me si va nella cittá dolente,
Per me si va nell’ eterno dolore
Me gustaba repetir el final grave, así, en italiano:
Lasciate ogni speranza, voi che entrate
Me hacía sentir mayor, sabiendo cosas importantes, diferentes. Con el Infierno entraba a un mundo que no descifraba completamente pero que me fascinaba. Intuía que era una visión del alma humana, de lo más secreto. No había con quién hablar de estas cosas. Mis amigas de entonces no leían a Dante. Las clases de italiano para las nenas eran una rareza de mi familia. Creo que me daba un poco de vergüenza. Mi hermana mayor entendía más, con otra inteligencia, menos fantasiosa. Pero pasaron muchos años hasta que un día recordamos juntas esos sábados y hablamos del libro, de la edición de lujo en donde aprendimos la violencia de los castigos, lo que podía esperarnos.
Si el Infierno fue el conocimiento de los pecados posibles, también fue una visualización del miedo. Y el descubrimiento de la capacidad de un escritor de imaginar y contar las formas de la crueldad divina.  Recuerdo que me preguntaba –para mí, no me atrevía a decirlo en voz alta- cómo Dante se había atrevido a juzgar a los muertos, a disponer de sus almas y a repartir los castigos y las recompensas. Imaginaba que él mismo sería castigado por esta arrogancia, este desafío al misterio de Dios.
La profesora Adriana, venía a dar clases en un Citroen amarillo desde Bahía Blanca. A la distancia, la veo abriendo ese libro enorme, cómo lo colocaba sobre la mesa, a la vista de todas, señalaba con sus dedos, los pasaba sobre las hojas de papel tan suave, leía, tal vez recitaba los versos y entiendo el amor que profesaba a ese libro. Ella era brillante y despistada. Habitábamos otro mundo en esas clases tan distintas a la escuela.
Por entonces yo ya era una lectora voraz. Casi todas las semanas íbamos con mi hermana a la única librería del pueblo a comprarnos algún Sigmar, un Robin Hood. También estaba la biblioteca de la Escuela, recuerdo una colección de leyendas, tapas duras, hojas rústicas, sus bellos nombres: Amancay, La flor del ceibo, Irupé. Era en medio de ese mundo de palabras contenidas, dulcificadas para las niñas, que irrumpía el Infierno.
Así descubrí que había libros que podían ser perturbadores y libres y esa era la verdadera curiosidad hacia Dante, cómo se había atrevido a esa libertad. Curiosidad y deseo.
Deseo de libros que me hicieran entrar en el mundo de los adultos, que se metieran con lo oscuro, con lo sagrado, con lo intocable. De alguna manera, ese libro y esas clases de italiano eran una ventana hacia otros universos, una ventana desde mi pueblo, su pequeño –frágil- orden, su todo-siempre-igual.
Y además creo que aunque la lectura era en clase, como yo estaba casi de oyente ahí, de permiso especial, de alguna manera era una lectura íntima, íntima en cuanto que no la compartía con nadie de mi entorno más cercano –excepto mi hermana. Pero yo creo que había un sentimiento íntimo en mí sobre esa lectura, despertaba cosas que me guardaba sólo para mí. Y todavía creo en esa potencia de la lectura, como de ciertos amores, capaces de generar centros de fuerza dentro de una, pertenencias indestructibles, brillos, saber algo que sólo una sabe y de eso se puede sacar agua, un pozo de agua dentro de una, inagotable.
Ahora, cuando leo para los pibes o presto un libro, a veces me quedo pensando en qué ventanas podrá abrir el otro/la otra desde esas páginas, qué movimientos íntimos podrán suceder.
A mí todavía me dura esa sensación de despertar ante ese libro.

Final feliz: Hay un canto del Infierno que guardé en mi memoria de otra manera: el Canto V, el círculo destinado a los amantes, la historia de Paola e Francesco. El castigo era ser arrastrados, por una eternidad, en el remolino del viento. La imagen los mostraba juntos, abrazados-veo esa lámina con claridad-
En esa escena me quedaba soñando, el amor podía ser más fuerte que el Infierno, ni siquiera Dante se había atrevido a separar a los amantes. Qué importaba girar y girar en un remolino infinito si estaban juntos, si iban a estar juntos para siempre.
Adoré desde entonces esa historia y sucedió hace poco que caí en la cuenta que Paola e Francesco habían cedido a la tentación de amarse mientras leían un libro. Entonces lo vi al gran Dante, su túnica clásica, su corona de laureles, guiñándome un ojo.